CARTA SIN REMITENTE

Recuerdo haber leído en una ocasión una carta, de esas que se escribían sobre papel y que estaban tatuadas en tinta, de esas que se doblaban en cuatro partes para acomodarlas en un sobre blanco, sellado herméticamente con pegamento, con un destino en el frente y una invitación de respuesta en el dorso.

Trato de hacer memoria, pero tantos años han pasado, que ya no sé si mi nombre figuraba en el remitente o en el destinatario, si mis manos dibujaron sobre aquel papel las palabras o si fue mi vista la que recorrió sus trazos.

Esa carta hablaba de la vida, de la juventud, de la esperanza en el amor, de la parte material de los sueños, de los cambios dolorosos y necesarios, también del sufrimiento y del vigor, pero no guardo más que la esencia de unas palabras borrosas que no soy capaz de reformular en mi mente.

Decía algo como:

«Lo único que te pido es que no te escapes de la realidad; que no te refugies en un mundo soñado; que no te acostumbres a lograr en sueños lo que rehúyes conquistar en la vida real, con tu propio esfuerzo.»

He buscado, revuelto y removido los estantes, los libros, los cajones y los discos de un recuerdo de la juventud al que necesito aferrarme en este momento. Quizá sea verdad que esa carta no iba dirigida a mí y nunca la guardé, ni la leí, ni la perdí, sino que la envié para que al cabo de unos años, llegado el momento adecuado, apareciera en mi buzón de nuevo de la mano de un mensajero.

Creo que ese momento ha llegado, pero parece que hoy se retrasa el cartero.

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