MI ENCUENTRO CON EL TITÁN

Creí que aquel sería mi último día. Con las alas tiesas y la mirada borrosa, pocas esperanzas quedaban en mi alma sobre contemplar un nuevo amanecer.

El sol, contrario a su comportamiento habitual, se mostraba reacio a calentar el aire y el suelo. Solo el viento helado persistía alrededor, cruel, indemne, estático…

A merced pues, de los infames y voluntariosos elementos, cerré los ojos y aguardé paciente por la muerte.

Me entristecía sobremanera abandonar este mundo sin haber usado mi aguijón, y recordé al menos tres veces en que pude haber hecho gala de mi poderosa pero fugaz fuerza.
No obstante, sabía bien que navegar entre mis memorias no era más que un vano intento de negar la penosa realidad: Nada habría de apartarme del infame destino que me esperaba.

De pronto, una sombra enorme cubrió el terreno. De dimensiones colosales, el oscuro manto me sumió en la más densa y gélida penumbra, socavando aún más —si eso todavía era posible— mis ya mermadas esperanzas.

"La muerte", pensé, "Había llegado al fin … ".

Para mi sorpresa, el dueño del frío y turbio abrigo no arremetió contra mí, sino al contrario: Me tendió su pata para ayudar a levantarme.

El ciclópeo espécimen, ajeno a las costumbres de su raza —a la cual había visto antes aplastar insectos con pies y manos sin atisbo alguno de piedad— extendía confiado su deforme miembro para que subiera en él y abandonara el peligroso suelo.

Debo confesar que dudé si confiar en él; nunca había visto a uno de esos gigantes ayudar a uno de los míos —ya fuera rastrero, trepador o volador— y causaba en mí cierto recelo su actitud amable y conciliadora.

Para mi pésima fortuna, pocas elecciones había ante mí en aquel momento y el rechazar su ayuda, equivalía a aceptar la más cruel sentencia de muerte.

Fue así como subí lentamente a uno de los cinco extremos de su peculiar extremidad y me aferré a él con todas mis fuerzas.

El poderoso; pero afable Titán me alzó con lentitud y nuestros ojos se encontraron por un brevísimo momento. Fuimos uno mismo por un instante. Luego todo volvió a su lugar. Me alegro …

La pata del coloso se acercó a una flor del color del sol ... Descendí con tiento y me posé sobre los pétalos con una ola de ánimos renovados. 

Una vez más la suerte me favorecía. Agradecida, pensé en hacer una sentida reverencia en honor a mi benefactor.

Pero así como apareció, el gigante se fue.

No tuve oportunidad de agradecer su ayuda, ni mucho menos despedirme. Su recuerdo, sin embargo, vivirá en mí por y para siempre …

Sé que muchos en la colmena dicen que yo lo inventé todo y nada de lo que cuento sucedió en realidad … No los culpo; si esto le hubiera sucedido a otra obrera y me tocara a mí escuchar la curiosa anécdota,  puedo jurar con certeza que ni loca la creería …


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Minutos antes ...

—¡Una abeja!
—¿Dónde?
—¡En el piso! ... ¡No la vayas a aplastar!
—No … Deja la agarro y la subo a esa florecita.
—¿Así con la mano? ¡Te va a picar!
—No, para nada; se ve que está agotada … ¡Mira! ¡Ya se me subió al dedo!
—¡Te va a picar!
—No. Ni siquiera ha de tener fuerzas para defenderse o atacar … ¡Ya está! ... Ahí en la flor, la alcanza el sol y no va a tardar en volar.
—Pobrecilla… ¿Crees que entienda lo que acaba de pasar?
—No creo; después de todo, es solo una abeja …

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