Él tocaba su violín, lo hacía excelente. Apenas podía creer que semanas antes sólo era un vago sueño, uno que sentía muy lejano; casi imposible de realizar ... Ahora tocaba virtuosas melodías que ni él mismo creía.
Todo comenzó cuando leyó en un viejo epitafio:
“Todo deseo que emerge de la pasión, es una realidad inminente”.
Había corroborado la certeza de esa frase ...
Aunque, confiaba más en el pacto que había hecho, eso era lo que realmente había funcionado.
Fausto vio en su nueva habilidad, un negocio prometedor.
Empezó a salir a las calles, para plantarse en alguna esquina a tocar. La gente se sentía atraída con su actuación, pero al transcurrir los minutos, empezaban a murmurar y a observarlo como si estuviera loco.
Fausto vacilaba con su violín y decepcionado observaba el tedio que surgía del tumulto.
Quizá su aspecto los ahuyentaba, así que hizo cambios a su aspecto de mugriento vagabundo, pero todo seguía igual.
Una tarde lluviosa pasó frente a un café y se detuvo para ver las delicias culinarias en el interior.
Después fijó la mirada en su lánguido reflejo del cristal y se recorrió de pies a cabeza como si estuviera frente a un extraño al que acaba de conocer.
En ese instante se quedó inmóvil, boquiabierto; pues descubrió que el bello violín que tocaba, no existía. Era imaginario.
Pero, él veía y escuchaba el instrumento, sentía las inconfundibles vibraciones bajo sus dedos.
Sintió enloquecer ... Maldijo la hora en que se le había ocurrido hacer semejante pacto, pero no estaba conforme, así que decidió exigir el pago completo por su alma.
Esa noche, Fausto pidió tener en su poder, el tan anhelado violín.
A la mañana siguiente, amaneció tirado bajo un puente y a su lado estaba el codiciado violín.
Sonreía, con su mirada perdida; pero su rostro estaba desfigurado, con las extremidades mutiladas.
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