Sucedió durante una clase normal de una escuela primaria, en el que un maestro trataba de persuadir a los
alumnos acerca de la no existencia de Dios. El debate favorecía a éste, porque en realidad nadie objetaba el argumento de dicho profesor.
La pregunta era simple, sencilla, normal, pero su respuesta sí que hacía vibrar no solo a la clase sino a todo el entorno de aquel lugar.
¿DÓNDE VIVE DIOS?
Esa sí que era la pregunta del millón.
—"Tienen cinco minutos para que me lean sus respuestas", dijo el educador.
Pasados el tiempo, la dinámica de lectura de respuestas comenzó.
Eso sí que fue algo digno de presenciarse.
Mientras los alumnos leían, el maestro cada vez se alzaba más orgulloso y soberbio, evidenciando un festejo y celebración por las respuestas incongruentes y sin tino por parte del alumnado.
—"¡En mi corazón!", decían muchos.
—"¡En su santo templo!", decían otros.
—"En el tercer cielo", expresaban pocos.
—"En Jerusalén".
—"En las montañas, en los
desiertos, en el aire, en las nubes".
—"En una nave espacial", dijo la más despistada.
—"¿Dónde vive Dios?"
Volvió a resonar la pregunta.
Y cuando ya el silencio reinaba peor que el ambiente de una tumba,
se oyó una voz dulce y agradable; pero firme, con la mano levantada y mirando con seguridad al profesor dijo:
—"¡Yo sé dónde vive, profesor!"
—"¡Dónde!". Casi gritó el profesor.
La dulce niña, sin titubear, contestó con la más absoluta seguridad.
—"¡EN MI CASA, PROFESOR!
Mi padre lleva años sin consumir alcohol. Ahora trabaja, nos lleva alimentos y ropa y hasta una lavadora compró a mamá; pero lo más importante es que ya no golpea a mi madre, ni nos corre bajo la lluvia de casa, no nos insulta, ni se escucha la música grotesca a altas horas de la noche, y eso ocurría con mucha frecuencia.
Mamá ya sonríe y hasta ha venido a la escuela a dejarme, pues, no salía porque siempre amanecía golpeada
y herida.
Mi hermana y mi hermano mayores se habían escapado de casa y vivían en la calle en calidad de indigentes; hoy nos sentamos todos juntos en nuestra humilde mesa para disfrutar de nuestros alimentos. Ya no se siente la orfandad, el abandono, la miseria, el llanto y el dolor.
Ha pasado algún tiempo ya sin un grito en mi casa, sin que tengamos que ir a refugiarnos con los vecinos.
Hoy mi padre me abraza y me dice que me ama y hasta me ha comprado alguno que otro detallito.
Mi padre nos ha pedido perdón, no solo a nosotros como familia, sino también a otras personas, y los domingos se levanta muy temprano. Lo he visto de rodillas llorando y luego nos lleva a todos a la iglesia.
Le pregunté un día que como había ocurrido ese milagro.
Él solo me contestó que le había abierto la puerta de nuestra casa a Dios.
Y es por eso que yo afirmo contundentemente que DIOS VIVE EN MI CASA y todos los días le pido que jamás se marche de nuestro lado".
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