—"Papá, ¿Qué haces aquí tan temprano?", preguntó Ana mientras avanzaba por la playa con su hermano Miguel a su lado.
El anciano pescador, cuyo rostro curtido por el sol y el viento revelaba una vida entera de batallas contra el mar, miraba el horizonte y aguardaba.
—"Solo observo el mar, hija", respondió él sin apartar la vista de las olas que se rompían suavemente contra las rocas.
—"Papá, sabes que debes descansar más. Desde que mamá se fue, te has vuelto cada vez más... distraído", dijo Miguel con un suspiro, intentando medir sus palabras.
El anciano desvió la mirada del océano y posó sus ojos en sus hijos.
—"No estoy distraído, Miguel. Estoy esperando".
Ana frunció el ceño, preocupada.
—"¿Esperando qué, papá?"
El pescador sonrió con una tristeza infinita y volvió a mirar el mar.
—"A la tormenta que traerá de vuelta a vuestra madre".
Los hermanos se miraron, preocupados. Desde que su madre había muerto el año anterior, su padre parecía pasar cada vez más tiempo perdido en sus pensamientos, como si su mente se hubiera quedado atrapada en algún lugar entre el pasado y el presente.
—"Papá, mamá se ha ido. Tienes que aceptar eso", insistió Ana.
—"Lo sé, hija. Lo sé mejor que nadie", dijo él. "Pero ella me ha prometido en sueños que volvería y como en los 60 años que compartimos juntos, jamás faltó a su palabra".
—"Papá, fue solo un sueño", le cortó Miguel. "Mamá está muerta y no va a venir".
Su padre no se enfureció por la interrupción, pues había cosas que sus hijos, habitantes del mundo moderno, no comprendían. Cosas que solo el mar y el anciano sabían.
Miguel, creyendo que había convencido a su padre, se acercó y le puso una mano en el hombro.
—"Te llevaremos a casa, papá. Vamos a preparar el desayuno y hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?".
El anciano pescador asintió lentamente, aunque su mirada seguía perdida en las olas.
Esa noche, las nubes comenzaron a agruparse en el cielo, presagiando una tormenta. Los truenos resonaban en la distancia y el viento soplaba con fuerza, azotando la pequeña isla.
Ana y Miguel se encontraban haciendo tareas de pequeña importancia en la casa mientras el temporal arreciaba. De repente, un hecho aterrador descolocó su realidad: Su padre no estaba en su habitación.
Corrieron hacia la playa, luchando contra el viento y la lluvia. Allí, a pesar de la furia de la tormenta, vieron al anciano pescador arrastrando un pequeño bote de remos hacia el mar embravecido.
—"¡Papá! ¡Papá, vuelve a casa!", gritó Miguel, intentando que su voz se oyera sobre el rugido de las olas.
El anciano se volvió hacia ellos con una sonrisa en los labios, como si la tormenta no fuera más que una caricia.
—"Es hora, hijos míos. Ella está aquí".
Los hermanos corrieron con todas sus fuerzas, pero cuando llegaron a la orilla, su padre ya se adentraba en la tormenta con su pequeño bote de remos. Impotentes, observaron cómo la embarcación se movía como un juguete en las olas embravecidas.
—"¡Papá, por favor, vuelve!", gritó Ana, desesperada.
La barca se alzaba y caía, desapareciendo y reapareciendo entre las olas gigantescas en una batalla imposible.
—"No podemos hacer nada", susurró Miguel.
Justo antes de perder de vista la barca, un rayo iluminó el oscuro cielo y, por un breve instante, los hermanos vieron algo que les dejó sin aliento: Su padre no estaba solo en la barca. A su lado, una figura femenina parecía acompañarlo.
—"¿Has visto eso?", preguntó Ana, apenas creyendo lo que sus ojos acababan de presenciar.
—"Sí... eso creo", respondió Miguel, incapaz de apartar la mirada del bote que ahora era solo un punto en el horizonte.
La tormenta arreciaba con más fuerza, y pronto la barca desapareció completamente de su vista. Los hermanos se quedaron en la playa, aferrados el uno al otro, hasta que, derrotados, regresaron a casa.
A la mañana siguiente, el mar estaba en calma. El cielo despejado y el sol brillando, como si la tormenta nunca hubiera existido. Los hermanos volvieron a la playa, buscando cualquier señal de su padre o del bote, pero no encontraron nada.
—"Tal vez mamá vino por él después de todo", dijo Ana.
Miguel asintió lentamente, y juntos contemplaron el horizonte, sabiendo que, aunque sus padres ya no estaban con ellos en este mundo, siempre estarían juntos, más allá de las olas y las tormentas.
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