Esta era una hoja que no había caído en el día de su otoño como todas las demás y que, por el contrario, se quedó sola en lo alto de la rama de un árbol cuando ya todas las demás, o habían caído, o habían sido llevadas por el viento, o tumbadas por la lluvia, o desprendidas por el frío. Sólo aquella hoja quedaba allá en lo alto, en las desnudas ramas, y ni se desprendía, ni se aflojaba. No se dejaba llevar por ráfagas ni soplos, ni permitía que las lloviznas la ablandaran, ni se dejaba besar por vientecillos, ni tampoco quería caerse al suelo, así nada más por su propio peso como cualquiera otra hoja caduca.
Apenas una que otra vez se balanceaba sin ganas por miedo a caerse y hasta habría que decir que en ocasiones se sentía tentada a considerar aquella resistencia suya especial, aquella anormal adherencia, fijeza y duración; como un indicio de quién sabe qué supervivencia extraordinaria le estuviera reservada entre todas las hojas... Por el momento era algo único, en verdad.
Llegó el fin de febrero; más aún, ya marzo iba mediando, y la hoja que aún no había caído empezó a sentirse mal, al recordar el tiempo atrás ...
Primero, era un tierno brote verde pálido entre millares de otros brotes, allá a comienzos de aquel lejano año anterior. Después fresca, viva, esbelta y joven; de formas y de líneas que se le acentuaban cada día, con cada sol, con cada luna, y así hasta adquirir su perfecta forma adulta de hoja hecha y derecha. ¡De todo esto hacía tan poco! ¡Fue ayer nada más!, le parecía.
Al paso del año, vinieron también la madurez, la plenitud, y muy pronto vino el tiempo en que iba a ser, en vez de una hoja que crecía y que maduraba, una que estaba en trance de encogerse y de tornarse amarillenta. Y no paró ahí el extraño suceso, sino que de amarillenta había pasado a ser ahora algo grisácea; y dejando después esa tonalidad, pasó a tener color tabaco; y sus tejidos se alteraron, perdiendo la elástica tersura, volviéndose rugosa, y en vez de susurrar tan blandamente, como antes, bajo el viento o bajo el agua, ahora se ponía a crujir, como si fuera a resquebrajarse y a partirse.
Se había encogido, arrugado, crujía como una hoja cuarteada y destrozada por todos los males del otoño, de aquel otoño interminable. ¡Ya ni siquiera podía llamarse Hoja!
Y entonces empezó a lamentar su terquedad y su aislamiento.
De modo que cuando ya el viento de marzo venía a silbar con fuerza entre las desnudas ramas, ella crujía (o rechinaba) diciéndole al pasar:
—"¡Viento de marzo! ¡Llévame a mí! ¡Llévame a reunirme con las hojas que cayeron de esta rama en su época!".
Pero el viento de marzo no se detenía a escucharla, pasaba sin llevársela y sin mirarla siquiera.
—"Yo me crispaba y me agarraba con más fuerza, para que no me llevaran con las otras. ¡Perdóname! ¡Perdóname tanta insensatez!... ¡Llévame ahora!".
Pero los vientos retozaban, y la pasaban por delante, o por los lados, o por detrás, y nunca la llevaban ... Y la hoja se sentía cada día más miserable.
Cansada de rogarle al viento, le dijo a una llovizna pasajera:
—"¡Llovizna pasajera! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a reunirme con las hojas, con las hojas que las lloviznas de antes se llevaron!"
Pero la llovizna siguió su camino, y no le hizo caso.
Acertó a pasar por allí debajo un hombre con su carreta llena de hojarasca del jardín, y le dijo la hoja:
—"¡Carretero! ¡Llévame contigo! ¡Llévame a reunirme con las hojas, ¡Con todas las hojas que te llevas en la carreta!".
Más siguió su camino el carretero, sin llevársela tampoco.
Así pasaron lo meses y era entonces primavera; ya el otoño había terminado, en el aire estaba sus aromas, y el cambio de estación fue evidente: El color de las las nubes, la agitación y el canto de los pájaros, y muchas, muchas cosas más, se presentían ... En las ramas mismas del árbol, en su gran corteza desnuda, comenzaban los retoños a hincharse y a apuntar, abultándose a medida que los días iban corriendo, y anunciando los millares y millares de hojas nuevas que ya venían a dar al árbol su vestimenta y esplendor para otro ciclo. Finas puntas asomaban relucientes en la extremidad de algunas ramas; en otras más expuestas al sol, probablemente, ya se apreciaba un cierto tinte sonrosado en los brotes aún más hechos.
—"¡Oh, pimpollos! ¡Oh, nacientes pimpollos!", exclamó entonces la hoja y luego les rogó que la llevaran hasta el sitio en donde estaban las hojas que habían caído allí en su época.
Pero los pimpollos, brillantes y relucientes, llenos vida, empezaron a entreabrirse y a reír al oír aquellas palabras de la anciana.
—"¿Qué es lo que dice ésa?", preguntábanse unos a otros los retoños.
"¿Que hubo hojas que una vez cayeron? ¿Que hay algo llamado otoño? ¿Que el tiempo nos abate y nos dispersa? ¿Que el viento nos destroza? ¿Que nos tumba la lluvia? ¡Ay, qué sandeces! ¡Qué tonta! ¡Está chiflada!".
Y se reían y carcajeaban; y, al reír, cada vez se abrían más y más, y eran cada vez más numerosos brotando y extendiéndose en las ramas que toda entera reverdecía y se engalanaba como para una gran celebración inminente ...
Hasta que un día cuando ya el tiempo fue agotado, y el sol brillaba y calentaba más que nunca; los pájaros volvieron a sus nidos, cerca de donde la única hoja seca y persistente aún estaba, perdida, avergonzada de encontrarse en aquel mundo de relucientes y lisas hojas nuevas que se reían de su apariencia, de su rugosidad, de su sequedad, de su color, de sus arrugas y su vejez ...
Sus crujidos que lanzaba eran cada vez más y más molestos para las demás hojas quienes al igual que ella sentían las primaverales brisas que las rozaban con sus divinas alas.
Entonces, aprovechando un momento en que las hojas se ocupaban en sus bailes, en sus juegos, sus coqueteos y travesuras con los soplos de la brisa y los rayos del sol; la viejecita llamó al pájaro que estaba haciendo un nido en el mismo vecindario.
—"¡Oh, magnífica ave!", le rogó. "¡Despréndeme y llévame al fondo de tu nido como un colchón; o arriba, como un tejado y no se mojarán tus pichones ni tú misma cuando llueva, ni se enfriarán cuando llegue el temido frío.
El pájaro lo miró, ladeando un poco la cabeza para observarla mejor, y como estudiando a fondo la propuesta; vio que realmente podía servirle aquella hoja, la desprendió de un picotazo y echó a volar llevándola en el pico.
Pero aquel previsivo constructor, oyó que alguien más lo llamaba y sin avisar lanzó un fuerte chillido y soltó la pobre hoja, dejándola caer en medio de una ronda de primaverales brisas que danzaban y jugueteaban en aquel momento.
La hoja tuvo que dar mil y mil vueltas; hacer muchas piruetas y movimientos, a ratos sol, a ratos sombra, a veces hacia arriba, a veces hacia abajo, en espiral, luego en picada. Así hasta que llegase su final.
Entre murmullos, susurros y cuchicheos de sofocadas risas, las frescas hojas, nuevas, flexibles, se apartaban de ella, contrayéndose, encogiéndose, con un ligero mohín impertinente, para que no las fuera a rozar en su caída aquella rara y vieja cosa que iba bajando poco a poco.
Finalmente la hoja dejó de aferrase a esta vida. Ya lo había entendido todo y lo aceptaba. Ya estaba cansada de haber alargado tanto, su tiempo de vida. Hoy por fin llegó a su destino, cumplió su ciclo ... Fue a dar a donde todas las hojas van: Al final de su existencia.
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