Había una vez una princesa que estaba locamente enamorada de un capitán de su guardia y aunque solo tenía 18 años, no tenía ningún otro deseo que casarse con él, aun a costa de lo que pudiera perder.
Su padre que tenía fama de sabio no cesaba de decirle:
—"No estás preparada para recorrer el camino del amor. El amor es entrega y compromiso. Todavía eres muy joven y a veces caprichosa, si buscas en el amor, el placer, no es este el momento de casarte".
—"Pero padre, ¡Sería tan feliz con él, que no me separaría ni un solo instante de su lado. Compartiríamos hasta el más profundo de nuestros sueños".
Entonces el rey reflexionó ...
"Las prohibiciones hacen crecer el deseo y si le prohíbo que se encuentre con su amado, su deseo por él crecerá aún más".
"Además los sabios dicen: Cuando el amor llegue, seguidlo, aunque sus senderos sean arduos y penosos"
De modo que al fin dijo a su hija:
—"Hija mía, voy a someter a prueba tu amor por ese joven; vas a ser encerrada con él cuarenta días y cuarenta noches. Si al final sigues queriéndote casar, es que estás preparada y entonces tendrás mi consentimiento".
La princesa, loca de alegría, aceptó la prueba y abrazó a su padre.
Todo marchó perfectamente los primeros días, pero tras la excitación y la euforia no tardó en presentarse la rutina y el aburrimiento. Lo que al principio era música celestial para la princesa, se fue tornando ruido y así comenzó a vivir un extraño vaivén entre el dolor y el placer, la alegría y la tristeza.
Así, antes de que pasaran dos semanas, ya estaba suspirando por otro tipo de compañía llegando a repudiar todo lo que dijera o hiciese su amante.
A las tres semanas estaba tan harta de aquel hombre que chillaba y golpeaba la puerta de su recinto.
Cuando al fin pudo salir de allí, se echó en brazos de su padre agradecida de haberse librado de aquel a quien antes había amado tanto.
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